Y le creían aunque no parecía triste ni
enfermo, nada de eso,
por el contrario, parecía muy contento leyendo al
borde de la cancha mientras nosotros, el resto,
nos esforzábamos por encestar y anotar un gol en el
marcador de los campeones.
Y qué leía Perico, "Por quién doblan las campanas",
"Los miserables", "El origen de la
propiedad la familia y el estado", "Bestiario" de Cortá, "El manifiesto".
Ese era el Perico que, hablaba poco y pausado, no obstante, prestándome sus libros,
me enseñó a desear la revolución.
Y tuvimos aventuras juntos: nos fuimos un jueves con viernes feriado, en el Tren Elquino a la
casa de sus padres en Vicuña, y el tren que avanzaba raudo y lento,
fue testigo, de cómo dos
liceanos de quinto o de sexto, se enamoraron de dos liceanas de tercero o cuarto, a las cuales
besaron salvajemente en el entre carro, a pesar de la furia del viento y de las
miradas de los otros pasajeros, que
más que censurarnos, nos observaban con la expresión de los que
envidian a los enamorados.
Y llegamos a su casa, cerca de la plaza de Vicuña -en Vicuña todo está
cerca de la plaza-, me
presentó a su padre, a su madre y a su hermano, que sí hacía gimnacia,
que sí jugaba
básketbol, y para nuestra "condenación" de intelectuales, futuros médicos
o sicólogos que aborrecíamos el músculo, llevaba
en los brazos muñequeras y se jactaba de la cantidad de flexiones que era capaz de
hacer en un barrón al fondo
del patio. Intelectuales y fisico-culturistas, vaya hermanos disparejos, me dije; su madre,
mientras tanto,
matrona del Hospital de Vicuña, nos invitó esa noche
a asistir a una cesarea, tras lo
cual, él como yo, desistimos de nuestro futuro en la ciencia médicas.
Y no sé qué se hicieron esas muchachas de faldas breves que amamos en el
tren Elquino,
pero sí sé,
que tanto el Perico como yo, vencimos a la represión, y nos encontramos mucho
después, en paradoja,
frente a La Moneda; y entonces supe, que él era casado y padre, y de profesión
químico,
y que adem�s continuaba
en la lucha; yo le conté por mi parte, que también continuaba y
no cejaría e iba a
continuar aunque que cayera al cementerio. Nos abrazamos con Perico despidiéndonos,
y no pasaron
dos meses o quizá cuatro o seis, el caso fue que lo atraparon a la salida del
Liceo de Maipú donde enseñaba, y lo castigaron duro encerrado en una
micro verde de perros, y los perros cuando vieron que se les moría,
lo llevaron a la Posta Central
donde un falso hipócrates lo declaró sano y bueno. Al otro día
murió. Encontré a su hermano
en Avenida La Paz, el ataud de Federico Alvarez Santibáñez estaba tapizado
de pétalos. Nos afrazamos y lloramos -el hermano de Perico
el brazo llevaba todavía sus muñequeros-. "Lo quebraron por completo",
me contó sollozando, "mi hermano
tenía una deficiencia ósea, prácticamente lo molieron por dentro..."
Quizá en homenaje a Federico el Tren Elquino no
pasó nunca má.
© 1998
__ULTIMOS TRANVIAS
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